¡¡Felicidades a todos!!
Pasado el sábado,
al rayar el alba, el primer día de la semana, fueron María
Magdalena y la otra María a ver el sepulcro. De pronto hubo un
terremoto, pues un ángel del Señor bajó del cielo, se acercó,
hizo rodar la losa del sepulcro y se sentó en ella. Su aspecto era
como un rayo, y su vestido blanco como la nieve. Los guardias
temblaron de miedo y se quedaron como muertos. Pero el ángel,
dirigiéndose a las mujeres, les dijo: «No temáis, sé que buscáis
a Jesús, el crucificado. No está aquí. Ha resucitado, como dijo.
Venid, ved el sitio donde estaba. Id enseguida a decir a sus
discípulos: Ha resucitado de entre los muertos y va delante de
vosotros a Galilea. Allí le veréis. Ya os lo he dicho».
Ellas se alejaron a
toda prisa del sepulcro, y con miedo y gran alegría corrieron a
llevar la noticia a los discípulos. De pronto Jesús salió a su
encuentro y les dijo: «Dios os guarde». Ellas se acercaron, se
agarraron a sus pies y lo adoraron. Jesús les dijo: «No tengáis
miedo, id y decid a mis hermanos que vayan a Galilea, que allí me
verán». (Mt 28, 1-10)
¿Quién nos
removerá la piedra? Se preguntaban María Magdalena y la otra
Maria... pues la piedra era enorme, se necesitaba la fuerza de varios
hombres para mover la piedra del sepulcro donde había sido
depositado el cuerpo de Jesús... Y fue un ángel del Señor el que
removió la piedra para estas mujeres. A nosotros también nos pasa,
a mí me pasa, que hay cosas que yo sola no puedo “remover”,
cuando te conoces un poco ves que hay losas que te aplastan y no te
dejan respirar a pleno pulmón... La piedra a veces se hace
apabullante, e inutiliza. Imposible en mis fuerzas remover la piedra
de ese rencor, o esas incomprensiones que tanto me hacen sufrir, o
ese pecado oculto que nadie conoce, sólo Dios y yo, sí... tiene que
venir el mismo Señor, el mismo Dios a remover esa piedra. «Hizo
rodar la losa del sepulcro y se sentó en ella». Tiene poder para
sacarme de ahí, de ese pozo en el que yo sola me he metido, pero del
que no puedo salir sola.
Me resuenan ahora
esos versos que dicen: “Yo
mismo abriré vuestros sepulcros, pueblo mío, y os haré salir de
vuestros sepulcros, y sabréis que yo soy el Señor”.
¡Abrid las puertas de vuestros sepulcros, pueblo mío y os iluminará
el sol de justicia!, qué verdad es ésta. Sólo hay dejarse hacer,
dar un pequeño -o gran- paso, el de someter la propia voluntad a los
designios de Dios Padre, que nos conoce mejor que nosotros mismos.
Hay una frase que
leí hace tiempo, de alguien, y que me gustó tanto que la tengo en
la mesa de trabajo, y la leo cuando lo necesito -hay veces, que casi
todos los días-, dice así: “Toda situación encuentra su
esperanza en la piedra rodada y la tumba vacía”. Si esto se hace
carne en nosotros, ¿quién contra nosotros? Toda nuestra vida será
alabanza y bendición, incluso en medio del sufrimiento, porque la
piedra ha sido rodada y la tumba estaba vacía, porque el Señor está
RESUCITADO.
¡Felicidades a
todos! Porque el que estaba perdido (tú y yo) ha sido encontrado, y
el que estaba muerto (tú y yo) ha vuelto a la VIDA, FELICIDADES a
todos, porque va delante de nosotros, nos precede, y le encontramos
en cada una de las “Galileas” que tenemos a nuestro alrededor. El
Señor Jesús, que es fiel, nos sale al encuentro igual que a las
santas mujeres, y pide por nosotros al Padre («Dios os guarde»),
¡qué consuelo poder contar con su intercesión!. No tengamos miedo,
el miedo no es propio de los Hijos de Dios. Afrontemos la vida
sabiendo que el Señor está con nosotros, y nos acompaña siempre.
“No habéis recibido el espíritu de Hijos, para recaer en el
temor” nos dice san Pablo. Sí, somos Hijos de Dios y herederos del
cielo, ¿qué mayor dignidad? Alegrémonos hermanos, porque sin
merecerlo, hemos encontrado la piedra preciosa, Cristo Jesús.
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