«En aquel tiempo, Jesús fue a la región de Tiro. Se alojó en una casa, procurando pasar desapercibido, pero no lo consiguió; una mujer que tenía una hija poseída por un espíritu impuro se enteró en seguida, fue a buscarlo y se le echó a los pies. La mujer era griega, una fenicia de Siria, y le rogaba que echase el demonio de su hija. Él le dijo: “Deja que coman primero los hijos. No está bien echarles a los perros el pan de los hijos”. Pero ella replicó: “Tienes razón, Señor; pero también los perros, debajo de la mesa, comen las migajas que tiran los niños”. Él le contestó: “Anda, vete, que, por eso que has dicho, el demonio ha salido de tu hija”. Al llegar a su casa, se encontró a la niña echada en la cama; el demonio se había marchado». (Mc 7,24-30) Imagino lo que sentiría aquella madre. Había oído hablar de Jesús, de uno que sanaba los cuerpos y las almas, uno que no tenía donde reposar la cabeza, que iba de acá para allá imponiendo las manos, haciendo el bien, hablando de Dio...