Hija de Dios y heredera del cielo

curación de la hija de una fenicia


«En aquel tiempo, Jesús fue a la región de Tiro. Se alojó en una casa, procurando pasar desapercibido, pero no lo consiguió; una mujer que tenía una hija poseída por un espíritu impuro se enteró en seguida, fue a buscarlo y se le echó a los pies. La mujer era griega, una fenicia de Siria, y le rogaba que echase el demonio de su hija. Él le dijo: “Deja que coman primero los hijos. No está bien echarles a los perros el pan de los hijos”. Pero ella replicó: “Tienes razón, Señor; pero también los perros, debajo de la mesa, comen las migajas que tiran los niños”. Él le contestó: “Anda, vete, que, por eso que has dicho, el demonio ha salido de tu hija”. Al llegar a su casa, se encontró a la niña echada en la cama; el demonio se había marchado». (Mc 7,24-30)

Imagino lo que sentiría aquella madre. Había oído hablar de Jesús, de uno que sanaba los cuerpos y las almas, uno que no tenía donde reposar la cabeza, que iba de acá para allá imponiendo las manos, haciendo el bien, hablando de Dios. Y ella, era tal su desesperación que se agarró a este clavo ardiente. Fue a buscarle. Salió a su encuentro así, con su condición de extranjera, de No hija de la Casa de Israel, con el convencimiento firme de que este hombre podría ayudarla… Había pasado tanto con su hija. Y seguía sufriendo. Se le rompía todo por dentro verla en aquel estado de desolación, lejos de toda cordura, endemoniada, sí, por qué no reconocerlo.
Y allí fue. Se postró delante de él y anegada en lágrimas le suplicó, como le suplicamos nosotros todos cuando no hay otra solución posible. Jesús en ese momento, para esa mujer, era el último recurso. Pero él la pone a prueba, “no está bien echarles a los perros el pan de los hijos”. Una frase hiriente, si hubiera acaso un resquicio de soberbia. Pero esta mujer reconoce su condición de No pueblo elegido, de gentil, de pecadora… y razona con Jesús: “Señor, también los perros, debajo de la mesa, comen las migajas que tiran los niños”. Ella sabe que no es digna de nada, no es digna de sentarse a la mesa con la Casa de Israel, sabe que todo le ha de llegar como un regalo. Esta es la actitud que conmueve el corazón de Dios. Humilde hasta el extremo. Y el Señor le da lo que pide. Sana a su hija. Y con este acto la sienta en la mesa de los escogidos según el corazón de Dios. Le da su lugar como Hija. Se abre la puerta para los gentiles. Jesús devuelve a esta madre su dignidad perdida, gracias a un acto de humildad total. Ahora es, y lo será siempre, Hija de Dios y heredera del cielo. 

Esto es lo que quiere hacer con cada uno de nosotros. Recuérdalo hoy. Eres Hijo. Hijo de Dios y heredero del cielo. ¿Qué mayor dignidad? La clave está en reconocernos hoy pobres, necesitados de sanación, ante los ojos de Jesús.

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