Microrrelato: Reconciliada

 

danzarina rusa. Imagen generada por IA

Imagen generada por IA.

Cuando entré en aquella casa se me heló la sangre. Miraba a mi alrededor y cada cosa polvorienta y ajada me recordaba su presencia, la de aquella mujer fatigada y fatigosa que me enredó la vida. Sí, aquel museo era su viva imagen: La cama desecha, las flores marchitas, el agua podrida en el vaso sucio. Acababa de morir pero su impronta seguía allí. Demasiados recuerdos para tan parca herencia. Nunca agradeceré bastante el haber salido de allí. Aún hoy lucho por apartar esos pensamientos tortuosos que ella me infligía día sí y día también.

¡Levántate!  ¡Salta! ¡Espígate! ¿No quieres triunfar? ¡Mueve ese cuerpo atrofiado que tienes! ¡Otra vez! ¡Escucha la música! ¡Vamos!

Todavía hoy al levantarme y poner un pie en el suelo lo hago con delicadeza, casi al vuelo, como ella me enseñó a andar, casi deslizándome por las baldosas inmaculadas de mi casa. Plié… Relevé… Jeté… Rond de jambe. Plié… Relevé… Jeté… Rond de jambe. Machaconamente estos pasos pisotean mi cerebro. Una y otra vez. Ahora el 32 fouettés en tournant, gira, sigue girando, rápido, levanta bien la pierna. Otra vez. Martillea, pisotea, escupe los pliés, relevés y jetés… Llegó un punto  en que perdí la noción de persona. Era una máquina, correctamente engrasada para realizar el salto perfecto y el giro descabelladamente imposible. Me recuerdo como un cuerpo bello en un alma muerta.

-Hija, vámonos ya a casa. No te fustigues más.

-Voy mamá. Sólo un momento. Me estoy reconciliando con mi historia, y eso necesita tiempo.


Como espero que ya hayas deducido, la doña no era mi madre. Una madre no se porta así, a no ser que esté loca, claro. No, ella no era mi madre aunque quizás pretendía serlo. “La doña” como le decían mis compañeras fue grande de España y bailarina cotizada secuestrada por la vejez, esa que no perdona. Y ahora yo estaba en su casa, despidiéndola y despidiéndome de su museo nauseabundo, asfixiante, donde no hubo ni un ápice de amor.  Por lo demás, el contraste con mi verdadera madre resulta brutal. Como la noche y el día. El vértigo y la paz. La ventisca y la lluvia fina que te roza la cara y te expande el alma. No hay metáfora que conjugue ambas personalidades. Mi madre es mi madre, y ella, la doña, fue una noche oscura en una mala posada.

Y clamé a lo alto. Y Él me respondió en forma de caída estúpida, tonta. Un traspiés con consecuencias previsiblemente desastrosas que, sin embargo, me devolvió la condición de ser vivo. Ser humano vivo, algo que había perdido en el camino.  ¿Será posible que de un acontecimiento funesto pueda salir algo bueno? No lo entiendo,  nunca lo entenderé. Pero así fue.

-Masha, vamos, el coche nos espera. Hija, cierra la puerta y ven.

Ya voy mamá. Déjame escuchar por última vez la gramola. Deja que suene, como un silbido, como el estruendo agotado de un trueno vacío. Déjala que suene como marcha fúnebre interminable.

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