Doy Gracias por ti


Llevo varios días un tanto aturdida por un acontecimiento que me ha sacudido: la muerte de una amiga, de una hermana en la fe, alguien a quien he conocido durante unos años y a quien el Señor me ha permitido servir un “poquito”. Y todo comenzó cuando en un rato de oración se me hizo presente que de alguna forma tenía que mantener una relación más cercana con Toñi, con esta persona ciega, bajita, con la cara distinta a lo común, con cuatro pelos en la cabeza, que pese a su minusvalía, afrontaba la vida con un arrojo fuera de toda lógica.

Cuestionaba mi seguimiento de Cristo el hecho de que no hubiera movido un dedo por Toñi hasta entonces. Y en esa oración lo vi claro y le pedí al Señor que pudiera servirla, estar cerca de ella, amarla. Y el Señor me lo concedió. Lo puso fácil. Y pude acompañarla a diálisis, y la pudimos llevar y traer en coche a convivencias, pudimos-mi marido y yo- vivir juntos celebraciones de Palabra, reuniones en su casa y en la nuestra,  etc. Y pudimos conocerla y conocer a su marido Juan Carlos, y quererles.  A Toñi no le amilanaban fácilmente los acontecimientos. Tuvo una vida dura, muy dura, pero había encontrado la paz –y al dueño de la Paz: Jesucristo- dentro de la Iglesia.

Toñi era una pecadora como tú y como yo, no nos equivoquemos. La enfermedad –y Jesucristo-le ayudaron  a ser un poquito más humilde. Pasó mucho con la diálisis, a veces salía del hospital con muy mal cuerpo, con ganas de vomitar… necesitaba tiempo para recomponerse. Sin embargo, vivió la vida hasta su último aliento. Ofrecía sus dolores por aquellos hermanos de comunidad que más lo necesitaban, ofreció su sufrimiento por la comunidad, para que hubiera unión entre los hermanos… ofreció su dolor también por intenciones concretas, yo le pedía que rezase por tal o cual hijo… Ella me decía:”tú, reza también por mí que lo necesito”.

Pese a su ceguera, estaba al tanto de todo, no se le escapaba detalle… sabía quién la aceptaba y quién la rechazaba en su vida diaria; también sufrió el desprecio y la humillación de algunas personas, porque ella no era como cabría esperar. No era un dechado de belleza, de alguna manera se cumplía en ella aquel texto de Isaías que al hablar del Mesías, profetizaba: “Sin gracia ni belleza para atraer la mirada/ sin aspecto digno de complacencia. /Despreciado, desecho de la humanidad, /hombre de dolores/ avezado al sufrimiento/como uno ante el cual se vuelve el rostro/ era despreciado y desestimado”.

 Sin embargo Toñi era para sus hermanos de comunidad, de Iglesia, esa uña del dedo del pie a la que hay que cuidar, ese miembro del cuerpo que  desde fuera parece menos importante pero que no es así. Ella, nuestro dedo del pie, tenía tanta dignidad como nuestra cabeza. Y así lo vimos y lo vivimos todos. El Señor sabe lo que hace, y coloca a personas como Toñi a nuestro alrededor para que salgamos ya, de una vez, de nosotros mismos y miremos al que tenemos al lado. Y experimentemos que esa persona, en apariencia “poca cosa” tiene una dignidad de Hija de Dios; y si además, raspamos un poco, lo más seguro es que encontremos que esa persona, en apariencia “poca cosa”, nos da lecciones con su vida. Y con su muerte.

En el último ingreso largo en el hospital que tuvo antes de morir, recuerdo que nos cogía las manos a María –otra amiga y hermana de comunidad- y a mí, y nos hablaba con tanto cariño… paladeando cada palabra, cada silencio, cada instante. Súper cariñosa y súper generosa, buscaba siempre esa forma concreta con la que expresar agradecimiento - ahora caigo en que el somier de nuestra cama de matrimonio nos lo dio ella-; hacía  pulseras con cuentas de colores que después iba regalando a quien consideraba oportuno… De ella he aprendido, entre otras cosas,  a mirar el corazón de las personas y  dejar a un lado la apariencia.

 Pero, si hay que subrayar algo, lo más destacable de la vida de Toñi fue cómo vivió el buen combate de la fe,  pese a las dificultades físicas, materiales, afectivas, etc. que tuvo a lo largo de su vida. Buscó a Cristo con ganas, se aferró a su Palabra, y le siguió incondicionalmente. Con caídas, sí, como todos. Pero levantándose de nuevo. Al final, en su entierro, sobre su ataúd tenía la palma de la victoria, porque verdaderamente luchó por ser Hija de su Padre Dios. Ahora tenemos a una hermana en la fe en el cielo, y desde allí, seguro, nos seguirá asistiendo.

Tiendo a imaginarla en el cielo siendo en esencia la misma, pero en cierta medida, distinta: la veo como realmente había sido pensada por el Padre antes de venir a este mundo terreno, me la imagino con la belleza que da el ser inundada por el Amor con mayúsculas, me la imagino libre, sin las ataduras de la ceguera y la enfermedad, me la imagino rebosante de alegría y de paz. Ahora ella ve con todos sus sentidos, con todas sus potencialidades... ahora es verdaderamente feliz.

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