Hay una cosa que me sorprendió cuando me planté delante del Antiguo Testamento, hace ya unos cuantos años, y es que Dios -entonces, y ahora- me hablaba en primera persona, me hablaba a mí. Esto, que parece una obviedad, para mí fue un gran descubrimiento, que todo un Dios se dirigiera a mí, con tanta naturalidad, con tanta intimidad, me dio qué pensar. Y lo que me decía también era sorprendente: Te quiero, te conozco por tu nombre, hasta en las palmas de mis manos te llevo tatuada. Eres mía y yo soy tuyo, he hecho una alianza de amor contigo, te quiero. Desde entonces, he valorado sobremanera la importancia del Nombre. Dios Padre me conoce por mi nombre. Por eso, cuando han nacido nuestros hijos, siempre hemos intentado "escudriñar" qué nombre elige Dios para este niño/a en concreto. José, llegó el primero, con José estuvo clarísimo cuál sería su nombre; a mi marido y a mí nos llama mucho la atención la figura de José, el esposo de María. Sereno, firme, decidido, orante, fiel...