El flautista de Pekín (última entrega)


Niño tocando la flauta-ilustración@RaquelFernandezBobadilla

Al día siguiente los niños mayores de ambas familias organizaron una excursión a un riachuelo cercano. Como el día anterior había llovido, y habría fango, Giovanni dejó a José y Miguel dos pares de botas de agua viejas, que guardaba en su armario. Y un par de plásticos con un agujero para meter la cabeza.
La gran muralla

Ilustración@RaquelFernandezBobadilla-dos niños chinos

-Chicos, mirad por donde pisáis, no os resbaléis, les dijo Carlo en un español bastante decente. José y Miguel parecían los fantasmas de aquel río chino. Con sus capas transparentes, a punto de echar a volar.

--Aquí hay mucho bambú, les comentó Carlo. Podemos hacer unas cañas para pescar.

Miguel enseguida encontró la apropiada, y atándole una cuerda que, previsor, había traído de la casa, se sentó en una roca ¡a esperar!. Al cabo de un rato se dio cuenta de que, sin cebo, estaba perdido. Así que se dispuso a buscar algo apetecible para aquellos pececillos chinos.

--¿Los peces chinos comen lo mismo que los peces españoles?, le preguntó a Finito, el tercer hijo de Fino y Tina, quien, disimulando la risa, le contestó:

--Sí. Busca alguna mosca, o algún bichillo.

Miguel se levantó de la roca y al mover la piedra vio cómo, sin querer, había matado una lagartija que dormitaba allí abajo. La había partido en dos. Miguel lo sintió con todo su corazón. A la lagartija todavía se le revolvía la cola en el suelo. Al rato, se paró.

--Bueno. Ya no puedo hacer nada por ella, pensó. Pondré la colita como cebo, a ver si pica algún pez.

Mientras tanto, José había sacado su navaja del profesor Gadchet (la llamaba así porque era multiusos) del bolsillo del pantalón, y, disciplinado, comenzó a cortar una caña para fabricarse una flauta. Lao, que estaba sentado a su lado, le miraba estupefacto.

--Mira, Lao, se hace así, le comentó condescendiente. Ahora tú.

Lao cogió la navaja, y en cinco minutos tenía modelada una flauta perfecta, con sus agujeritos y todo.

--Vaya, creo que te he minusvalorado, le dijo José sonriendo. Está bien, ahora haré yo la mía.

--¡Eh, ha picado uno, ha picado uno! Gritó Miguel, mientras sostenía con fuerza la caña. Al alzarla, salió un pez de al menos, ¡medio kilo!. Impresionante. Miguel casi no podía con él.

--¡Espera, que te ayudo! Exclamó Giovanni, mientras corría a su lado. En un pis pas, el pez ya estaba en el cesto.

Después vino el segundo, y el tercero. Y el cuarto. Aquel río manaba peces. Para Miguel y sus nuevos amigos fue un gran día.

José y Lao, entretenidos con sus flautas, los miraban de vez en cuando, pero no movían ni un meñique para ayudar en la recogida de la pesca “milagrosa”.

Al llegar a casa, Tina cogió el cesto y se dispuso a cocinar tan suculentos manjares. Mientras, los pequeños gritaban en el comedor; Teresa se pegaba con Victorita, e Inés lloraba desconsolada, pues le tocaba mamar y su madre andaba ayudando a Tina con el pescado.



--¡Que la bebé no se meta el dedo en la boca!, ¡Que ya somos cuatro niñas con este problema! Dijo concienciada Cristina. ¡Hay que ponerle el chupe!, sentenció la mayor de los siete, quien, a su edad, todavía se colocaba el meñique de la mano izquierda en la boca cuando quería dormir.

José tocó la flauta. Bastaron dos minutos para que la paz volviese a aquella casa. Los niños, atraídos por la música angelical, dejaron de pelearse. Fueron adonde estaba José y se sentaron a sus pies. Inés también se calló, y se durmió. José, el flautista de Pekín, acababa de ganarse a pulso el título de

“Tranquilizador oficial de niños díscolos”.

El papá de los siete, que lo había presenciado todo, se lo había otorgado, a perpetuidad.

Tocando una campanilla que había en la entrada de la casa, la mamá de los siete llamó a comer: “¡Todos a la mesa, el pescado está servido!”. La marabunta de niños tomó posiciones. La mesa, tan larga, parecía haber encogido varios metros. Apretados, pero contentos, después de bendecir la mesa, hincaron el diente al pescado. Cristina notó que algo duro la impedía masticar. Lo sacó de la boca. Parecía un granito de tierra amarilla.

--¡Mamá! Qué cosa tan rara, este pez se ha tragado una piedrecita amarilla.

--A ver, déjame ver... Fino, ¿Por aquí cerca hay alguna mina?. Esta piedrecita parece de oro.

Los niños no perdían detalle de la conversación. Movían sus cabezas, de Isabel a Fino, de Fino a Isabel. El silencio sobrevoló la estancia.

--Sí, a tres kilómetros de aquí hay una mina abandonada, dijo mientras inspeccionaba la piedra. No es extraño que durante la última inundación, las aguas removieran la tierra cercana a la mina, y la corriente del río, que ha arrastrado todo tipo de piedras, haya arrastrado incluso piedras preciosas, como ésta.

--Qué emocionante! ¡Qué guay! Exclamaron algunas voces juveniles.

--¿Podremos volver al río a investigar? Preguntó José, que no cabía en sí de gozo.

--Está bien, pescaremos y buscaremos oro. Pero primero, terminad de comer; comed con cuidado, no os vayáis a tragar alguna piedra, y tengamos un disgusto, concluyó Tina.

Los niños desmenuzaron sus raciones de pescado; entusiasmados, querían encontrar más piedras preciosas. Ya se veían como los colonos americanos, cribando la tierra del río, para hallar pepitas de oro.

José y Giovanni organizaron la expedición. Rastrearían el río, si pudiera ser, desde su nacimiento y con tela de saco, cribarían el agua. Todos los niños se apuntaron, incluso los pequeños.

Tao, la nueva hermanita china, también se apuntó a la marcha, a pesar de que todavía no acababa de integrarse en el grupo de los siete. Echaba mucho de menos a sus padres, y era usual encontrarla llorando por las esquinas de la casa.

Cuando papá, mamá y los siete llegaron a Pekín, Isabel regaló a Tao un vestido nuevo, azul cielo, de tirantes, con flores rojas por el borde de la falda.

Pero sobre todo, lo que había emocionado a la niña, es que Isabel le había comprado un marco para que pusiese la foto de sus padres al lado de su cama. Hasta entonces Tao la guardaba debajo del colchón, como un tesoro escondido.

Ahora, cualquiera que entrara en su dormitorio podía verla. Y ella les decía:

“My mother and my father”, en ingles; porque los siete, de comprender el chino mandarín, nada de nada. El profesor Ah Chu había fracasado, con los niños, estrepitosamente.

--¡Vamos, ven por aquí, dame la mano! Tao se quitó los zapatos para pisar bien las rocas que cruzaban el riachuelo, y dejó al aire sus pies desnudos.

María los miró detenidamente, y cuando estuvo a solas con su madre, le preguntó inquieta: “¿Mamá, porqué Tao tiene los pies tan pequeños?

--Es una tradición china, María. Afortunadamente, cada vez ocurre menos. Los chinos piensan que los pies son la parte más fea del cuerpo de la mujer... por eso, antiguamente, y hoy todavía en algunos lugares, las madres vendan los pies a sus hijas para que no les crezcan.

--¿Y eso duele?

--Sí, duele, porque impide que el pie crezca.

--¡Pobrecita, Tao! Se lamentó María.

--No te preocupes, cariño. Tao ha visto que todas sus amiguitas tienen los pies pequeños, y ella lo ha asumido como algo normal. Tú no le des importancia, y ya está.

Giovanni, Carlo, Finito, Lao, José y Miguel se habían remangado los pantalones y con el agua hasta las rodillas estaban cribando la tierra del riachuelo. Habían hecho unos coladores artesanos con tela de saco, y la cosa funcionaba.

--¡Papá! ¡Hay pepitas de oro! ¡Hay pepitas de oro! Gritó Miguel mientras repasaba con sus dedos los restos de tierra que habían quedado en la arpillera.

--No grites, que espantas a los peces, dijo Andrés a su hijo, mientras echaba de nuevo la caña de pescar al agua.

--Juntadlas todas en un saquito, añadió Fino, quien acababa de pescar un pez con su caña de bambú especial, mucho más larga y flexible que cualquiera de las de por allí.

Al terminar el día los niños habían llenado una bolsita con pepitas de oro. Ahora, querían ir a la ciudad para pesar el oro, y cambiarlo por yuans, la moneda china. Si tenían suficiente, comprarían un par de bicicletas de doble asiento, para hacer excursiones.

--¿Sabéis una cosa? La Gran Muralla es la única construcción humana que se puede ver desde la luna, les dijo Fino a los niños.

La familia de los misioneros italianos y la familia de los siete, ahora nueve, habían ido

a Pekín de visita turística. De paso, se acercarían a alguna tienda de antigüedades, para cambiar la bolsita de oro por dinero contante y sonante. Lo primero que quisieron ver fue la Gran Muralla China, una construcción defensiva de seis mil kilómetros de largo, muy ancha y muy alta.

--La civilización china es una de las más antiguas y ricas del mundo. Hemos sido los inventores de dos cosas que han cambiado la historia de la humanidad: El papel y la pólvora, dijo el guía chino, en español, a sus oyentes.

El guía se llamaba Oh Si La, y sabía hablar cuatro idiomas: el chino mandarín más sus dialectos, el inglés, el español y el francés. Ejercía esta profesión por tradición familiar, su padre y su abuelo también habían enseñado la muralla a los extranjeros.

Oh Si La estaba encantado de poder ilustrar con su saber a diecinueve niños y cuatro adultos.

--¿De qué siglo es la muralla? Inquirió la mamá de los siete.

--Del siglo II antes de Cristo, respondió el guía.

--Hablar chino es muy difícil, le comentó José, pensativo, además todos los chinos no habláis igual.

--Sí, tienes razón. No todos los chinos hablan chino, que para ser exactos tendríamos que llamar mandarín. Sin embargo, aunque no hablemos el mismo idioma, sí podemos leer los mismos libros, porque nuestra escritura transcribe ideas. Por ejemplo, dijo el guía, un símbolo que signifique “muralla” puede ser leído tanto por un chino del norte, como por otro del sur, aunque empleen palabras distintas para referirse a “muralla”.

Recorrieron la Gran Muralla durante un buen trecho, los pequeños iban delante, jugando y saltando, y los adultos, más sosegados, detrás. Teresa y Victorita andaban, de la mano, todo el rato mirando al cielo, tanto es así que cada dos por tres tropezaban con alguna piedra.

--¿Qué hacéis mirando hacia arriba? Les preguntó Isabel.

--Queremossss que nos hagan una foto desde la luna; José nos ha dicho que hay un aparato que se llama satélite, que hace fotos a la muralla, y que después sale en los librossss del cole.

--¿Y vosotras queréis salir? Sí, yo le voy e enseñar mi foto en la muralla a Emmanuel, mi novio, dijo Teresa, sin dejar de mirar hacia arriba. Victorita tampoco perdía comba, con su cabeza estirada hacia atrás y su barbilla levantada.

--Bueno, dejadlo ya, seguro que el señor del satélite ya os ha hecho la foto, les respondió la mamá de los siete.

De repente María vio un chicle en el suelo. Con su papelito y todo. No lo dudó una décima de segundo. Lo cogió, le quitó el papel y disimuladamente se lo metió en la boca.

--¡María! ¡Qué tienes en la boca! ¡Tira ese chicle del suelo inmediatamente! Le gritó su madre, quien lo había visto todo a distancia.

--¡No quiero! ¡Es un chicle muy antiguo, del siglo segundo!, respondió con desparpajo.

Evidentemente, a María no le quedó más remedio que sacarse, a regañadientes, el chicle de la boca.

--¡Pues sí que han aprendido bien la lección! comentó Tina entre risas. Una sabe que la muralla se ve desde la luna, y la otra, que se construyó en el siglo II.

Más tarde, cuando los pequeños comenzaron a quejarse, decidieron visitar el parque zoológico. Allí comerían y descansarían un rato.

--Niños, de la mano, no os perdáis, indicó Tina, a sus hijos pequeños. La mamá de los siete, ahora nueve, había conseguido que todos sus hijos, los nueve, fueran al mismo paso, sin desperdigarse.

--Papá, nos hacen más fotos a nosotros que a los animales del zoo, le dijo Cristina a su papá. Nos hacen fotos a escondidas.

--Anda ya, Cristina, tú estás soñando, le respondió Andrés, que se hallaba entretenido viendo a los gorilas.

--Perdone, ¿les puedo hacer una foto?, preguntó un turista chino al papá de los siete.

--¿Para qué?

--No se moleste, señor. Es que en nuestro país es rarísimo hallar una familia numerosa, y además, con seis niñas. Como sabe, nuestro gobierno desprecia a las féminas. Pero yo no comparto esta política familiar, evidentemente.

--Pues detrás nuestra, a unos metros, viene otra familia, con siete niñas y tres niños.

--¡Qué emocionante! ¡También les haré una foto, no lo dude!

Así que, la familia al completo, Lao y Tao incluidos, posaron para el turista chino. Ya tenían otra anécdota que contar cuando volvieran a España.

El anticuario

Mientras los niños pequeños descansaban en el zoológico, tendidos en la hierba y vigilados por sus madres, Fino y Andrés decidieron dar una vuelta por Pekín. Los niños mayores no se despegaron de ellos ni un ápice. Querían cambiar la bolsita de oro, a toda costa.

Era una tienda oscura, un tanto siniestra, parecía salida de un cuento de Harry Potter.

Los niños abrieron los ojos tanto, que casi se les salen de sus cuencas. Allí había animales disecados, un cuervo, un búho, varios reptiles de gran tamaño... varias esculturas antiguas, de bronce, y cuadros, infinidad de cuadros. Además, lámparas de latón, alfombras, litografías... Detrás del mostrador, agazapado en una silla, se encontraba el anticuario.

--¿Qué desean?, preguntó en un inglés macarrónico.

--Quisiéramos venderle oro. Son pepitas de oro, dijo Fino, en un correcto inglés.

Miguel sacó la bolsita y desparramó su contenido encima del mostrador. Las piedras,

a pesar de la oscuridad reinante, emitían destellos dorados.

--Vaya, vaya... dijo el anticuario, susurrando.

--¿Cuánto dinero nos puede dar por este oro? Insistió Miguel.

--Voy a pesarlo.

El anticuario se metió en el interior de la tienda y salió con un peso antiguo, con platillos.

Colocó a un lado las piedrecitas, y al otro, las pesas.

--Hay trescientos gramos, dijo. Les puedo dar trescientos dólares, por este oro.

Miguel le dio un pisotón disimuladamente a su padre. Éste volvió la cabeza y Miguel, bajito,

le dijo: “Yo he pesado el oro en casa, y hay 500 gramos. Este señor, o tiene el peso

estropeado, o nos quiere engañar”.

--Mire, déjelo, iremos a otro sitio, dijo Andrés.

El anticuario, viendo que el negocio se le iba de las manos, recapacitó:

--Esperen, por favor. Creo que he puesto una pesa equivocada. Déjenme pesarlo de nuevo.

José miró a su padre, y éste asintió con la cabeza. El niño entregó las pepitas al usurero.

--Perdónenme, de veras lo siento. Efectivamente, hay seiscientos gramos de oro.

Por él les puedo dar seiscientos dólares.

¡Bien! Pensaron todos para sus adentros. Disimulando la alegría, terminaron el canje.

Ya fuera, los padres y los niños prorrumpieron en una sonora carcajada.

Rápidamente se dirigieron a una tienda de bicis y compraron tres con doble asiento cada una. Aún les sobraron cuatrocientos cincuenta dólares, así que los niños decidieron donarlos a la Fundación de Ayudas de Emergencia, que los misioneros Fino y Tina habían creado.

--Estos cuatrocientos cincuenta dólares, para reparar las casas destrozadas, y ayudar a las familias en apuros, dijo José solemne, entregando el dinero a su padre.

La vuelta a casa

conejitos ilustración@RaquelFernandezBobadilla


Los meses pasaban con rapidez. Lao y Tao ya eran dos más en la familia. Los trámites para la adopción estaban casi finalizando, así que, cuando apenas faltaba un mes para volver a España, la mamá y el papá de los nueve decidieron visitar a la madre y los hermanos del profesor chino. Aún tenían el paquetón de viandas en la casa, así que, Fino, Andrés e Isabel cogieron el coche y se dirigieron a un barrio de las afueras de Pekín.

La madre de Ah Chu no daba crédito a lo que veía. Empezó a sacar las latas de leche, los chorizos, el jamón, los quesos... cada vez que sacaba algo nuevo de la caja, el rostro se le iluminaba. Estaba exultante.

La madre y los hermanos del profesor chino eran de origen humilde, vivían en una casa pequeña, sin comodidades, e incluso había días en que sólo tomaban un caldito de gallina y un trozo de pan. Aquello, para ellos, era un verdadero regalo del cielo.

No sabían cómo agradecerlo. Bueno, Mil Fu, la madre del profesor chino, sí sabía cómo. Se dirigió a la cocina, y cogió una jaula. En su interior había un conejo blanco, de ojos morados, que le habían regalado hacía unos días.

--Por favor, dijo, acepten este presente en agradecimiento.

Al papá y la mamá de los nueve aquel conejito les pareció el mejor regalo del mundo. Estaba muy gordito, y era blanco, blanco, blanco, igual que el conejito que tuvieron en España.

--¡Mirad lo que traemos! Exclamaron al entrar en la casa. Los niños se agolparon alrededor de ellos.

--¡Un conejito blanco, chino! Gritó María.

--Le llamaremos Chinito, dijo Miguel. 

--No, se llamará Blanquito, sentenció María.

Al final, se llamó Chinito Blanquito, nombre y apellido, para que no hubiera peleas.

El día en que embarcaron para España, Miguel llevaba en sus manos la jaula del conejo, y María, en una caja con agujeritos en la tapa, dos patitos que les habían regalado Fino y Tina.

Cuando llegaron a casa, ya en Madrid, Miguel destapó la jaula, que había estado cubierta, durante todo el viaje, por un paño negro.

--¡No lo puedo creer! Gritó. ¡Venid, venid al comedor! ¡Por eso estaba tan gordito! ¡Era una coneja, no un conejo!

¡Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve...
Tenemos nueve conejitos!
Donde comprarlo: Los siete viajan a China(VI) 

post relacionados: la carta de los misioneros

Autor: Victoria Luque. Ilustraciones: Raquel Fernández de Bobadilla


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